A mediados del año 2020, después de trabajar durante cinco años en una exposición que se realizaría en el Museo Nacional de Artes Visuales, el proyecto quedó trunco.
Las razones fueron tan miserables que no merecen ser comentadas.
Para ser claro diré que quedé colgado del pincel.
El tiempo pasaba y me preguntaba dónde podría llevar a cabo dicha exposición. Las salas eran muy pequeñas o no se adecuaban para la exhibición de los trabajos.
Para esa altura de las circunstancias, pensé que los dibujos y pinturas que había realizado para tan magna muestra, me los terminaría colocando en una zona anatómica en la cual terminan archivados nuestros fracasos.
Un día pensé en la enorme Galería que Diana Saravia había abierto en la ciudad vieja y me pareció un lugar más que adecuado. Hablé con ella y le conté mis desventuras, seguido, le pregunté si ella estaría interesada en realizar la exposición en su galería, inmediatamente respondió con un rotundo SÍ y estableció la fecha.
En el país del “Después hablamos”, “Tenemos tiempo”, “Dejame pensarlo”, encontrarse con una mujer tan expeditiva y desbordante de ideas, es una rareza.
Mi agradecimiento eterno hacia Diana Saravia y su fecunda locura.
Parece ser que mi padre tenía una tibia afición por el dibujo.
Según contaba mi madre, un amigo regaló a mi padre unos libros para el aprendizaje de tal disciplina. Dichos libros habían sido escritos por Andrew Loomis, un célebre ilustrador norteamericano de la primera mitad del siglo veinte.
Poco sé o recuerdo de mi padre, a no ser sus dos involuntarias herencias: los libros de Loomis y la calvicie. Un día mi padre desapareció, pero los libros quedaron en la casa. Yo debería esperar veinte años para recibir la otra parte de la herencia.
En mi casa habría diez libros, pero cinco de ellos pertenecían a Andrew Loomis. Esos libros fueron los causantes de mis primeros asombros ante el dibujo.
Los años pasaron y yo comencé a recibir gradualmente la segunda parte de la herencia de mi padre.
Eran tiempos de asombro. Por entonces conocí a los intelectuales, esas personas que saben que la lluvia moja porque lo han leído en un libro. Comprendí, por falta de convicción o cobardía, que el afecto y admiración que había sentido por Loomis debían ser ocultados, como se ocultan las vergüenzas del pasado.
La complicación se instaló sobre lo complejo, y nombres como Derrida, Baudrillard, Habermas, Wittgenstein, entre tantos, llenaban el vacío con palabras oscuras: deconstrucción epistémica, disruptivo, procrastinar, recursividad, contrafactualidad, etc…
La ecuación profundo = hermético se instaló en el arte, y los aspirantes a artistas , ávidos de protagonismo, encontraron un campo fértil para marcar una brecha con la pedestre humanidad.
Yo me bajo acá. Estoy harto y vuelvo al barrio a hojear nuevamente los libros de mi querido amigo Andrew Loomis, con la esperanza de que otra vez el arte vuelva a estar al alcance de todos.
EL CLASICISMO LISÉRGICO DE ÁLVARO AMENGUAL
Cuando alguien se enfrenta a una obra de Álvaro Amengual, de inmediato siente la presencia de un artista de fuste, la intuición de que algo importante sucede allí. Las razones son evidentes: un universo singular y una maestría realizadora confluyen. Y lo hacen convincentemente, sin estridencias ni artilugios efectistas; casi con silenciosa elocuencia. Para conectar con su obra -y omito deliberadamente el término entender- no parecería esencial buscarle un perfil intelectual, en el sentido en que se espera –o se exige- del arte conceptual. A Amengual, en cambio, pareciera animarle una cierta militanciapor la ingenuidad; y no nos estamos refiriendo a una ingenuidad en el sentido que se le atribuye arte naif, donde el lenguaje visual alude literalmente al universo infantil. Sino más bien a una actitud, a una honesta fe en el oficio, en la fascinación por bucear y descubrir los siempre sorprendentes laberintos del lenguaje, como si la ética artística fuera también buscar la pureza infantil en el hacer -a pesar de que en el fondo le esté vedada, como a todos los hombres, aquella prístina puerilidad. Quizás desde allí debiéramos conectar con su obra: desde el más simple e inocente placer estético. Artista y Maestro -cosas no necesariamente hallables ni exigibles a la vez en una persona- Amengual es, sin embargo, alguien que conoce y tiene claros sus propósitos, consecuencia de un vínculo de más de 40 años con el hacer artístico -en su taller, en medios gráficos y la docencia. Su mencionada militancia por la ingenuidad no es otra cosa que madurez y una sólida postura frente al obrar artístico. El mundo que nos muestra es el mundo más honesto que puede mostrarnos: su mundo. Un mundo, por lo demás, irónico, humorístico y melancólico, oscuro, intramural, lisérgico.
Amengual, acaso por timidez, pudor, o sabiduría, ha transitado silenciosamente por el mundo del arte, por esos pasillos donde no llegan -o lo hacen pocas veces y a guisa de destello- las luces principales de los spots. Me refiero a ese lugar otorgado a los ilustradores, a los dibujantes. Desinteresado o renuente del bizantino debate sobre el alcance del concepto de Arte con letra capital, y, en consecuencia, de considerar si es arte lo que hace, o considerarse artista, pareciera en cambio reclinarse más cómodamente sobra la idea de oficio, de compositor, de trabajador de la imagen. La palabra Arte connota una altura que pareciera ejercer en él cierta tiranía, y, de alguna manera en estos tiempos, una cierta obligatoriedad de cosa novedosa –tiempos de zapping, donde todo aburre pronto y demanda algo nuevo-, de permanente avant-garde, en otras palabras. No, no parece interesarle la novedad en el sentido de búsqueda de un género nuevo, una nueva tendencia, etc.; en el sentido de “novedoso”, de búsqueda del asombro per se… No, en todo caso le interesa otro tipo de novedad, aquella que surge como producto de la utilización de un lenguaje conocido y familiar y que es, en última instancia, defensa de ese mismo lenguaje, ya que en la medida en que ese lenguaje conocido sigue diciendo cosas -que alumbra neologismos-, sencillamente está vivo y -lo mejor- promete regiones incógnitas. Cada creación le hace honor. Quizás allí se reconozca una aparente paradoja que no es tal: una creatividad y una originalidad indiferentes al concepto de “novedoso”. Como sucede con los grafemas en la escritura, o las elementales notas en la música, existe la construcción, a partir de éstos, de un lenguaje complejo, infinito, de múltiples universos retóricos. Su obra es prueba de ello: una perceptible atmósfera -quizás el mayor logro de un artista-, un sabor inequívoco, están allí. No proponiéndose la fundación de una corriente nueva ni quimera similar, y abrevando, como se ha dicho, en los lenguajes tradicionales, lo que hace es ciertamente original, pertenece a alguien que ha encontrado su voz definitiva. Pareciera confirmar aquella máxima de Joaquín Torres García: el estilo personal es como la sombra, que si la buscamos nos rehúye y si lo olvidamos nos persigue.
La obra de Amengual es una síntesis de un universo surreal y un riguroso tratamiento formal. Si bien el impulso emocional, la necesidad de decir, puede ser y es génesis, recorrido y fin del corpus principal de su obra, subyacen en sus trabajos conceptos ajenos y paralelos a la historia o anécdota que narra: son los que refieren al orden, la proporción, el ritmo, el tono justo, la geometría; diríase, a la esencia gráfica y pictórica. En Amengual no vamos a encontrar ni una concepción estrictamente intelectual de la obra, ni la desenfrenada emoción catártica, o como también se dice, romántica -donde la expresión gobierna, indiferente a cualquier regla ordenadora- sino más bien una síntesis, una forma equilibrada de ambas. En su obra, por debajo de la narración, de sus viajes subterráneos, hay otra construcción más abstracta: la de la composición, la armonía, el ritmo. Su abordaje compositivo es tributario, más allá de sus muy particulares e identificables temáticas, de lo que podemos llamar la corriente clásica, preocupada parejamente por la estructura de la obra desde el punto de vista formal, como por lo que ésta simboliza. Sí, aunque sus personajes nos distraigan, nos conmuevan, nos parezcan una broma muchas veces, su poética alucinada se ancla, paradójicamente, en una cuidada arquitectura.
"Retrato de Onetti en la calle Veracierto" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
Amengual ha recorrido diferentes abordajes técnicos a lo largo de su carrera -grabado, el óleo, la acuarela, el pastel, carbonilla. En la última etapa, parte de la cual se muestra en esta exposición, se ha concentrado principalmente en el trabajo con carbonilla y pastel, dejando por el momento las técnicas húmedas, salvo algunos pocos trabajos en acuarela. Es claro que Amengual se siente ante todo un dibujante, y un dibujante figurativo. Esta tendencia ha estado desde siempre en él, y rara vez ha presentado trabajos en ausencia de ésta; incluso en las propuestas menos asibles en ese sentido, más difusas o ambiguas formalmente, la alusión a lo figurativo es una de sus características principales. Esencialmente estos trabajos últimos tienen el pulso rítmico del trazo en la carbonilla, pero también en el pastel, que recuerdan luminosamente el tratamiento que de él tenía Degas: la difuminación, el empaste, pero siempre la línea regulando las superficies y no sólo los contornos, el bellísimo juego de las líneas iteradas en la creación de texturas.
Es frecuente el uso de la deformación de los modelos naturales o de uso corriente, y en particular la deformación de la figura humana. Se podría pensar que el móvil de la deformación es el espíritu lúdico y humorístico del artista, lo cual aplica posiblemente en muchos de sus trabajos, que, entre otras cosas, exhalan hilaridad. Sin embargo, Amengual ha mencionado un concepto según el cual la deformación, en su caso, parece responder a otra cosa: “Cuando empecé a trabajar en revistas y a hacer caricaturas, me di cuenta, en cierto momento, que éstas hablaban más de los personajes en cuestión que sus retratos formalmente más conservadores”. Es decir, a partir de alteraciones de lo aparente de las cosas se habla más acertadamente de su esencialidad. Allí hay una clave muy interesante para decodificar en parte su obra, y en particular el tratamiento libérrimo de los retratos. De alguna manera, esta idea no es nueva, y acaso recorra la historia del arte. Artistas como Rodin sostenían explícitamente esa misma tesis que subyace en el manejo formal de Amengual.
Hay en sus obras una atmósfera de encierro, de olor a humedad, de foto vieja… Huelen a tristeza, a derrota, a orina... Él, su creador, como un gato, pareciera deleitarse en esos polvos añejos, en esos libros de hojas carcomidas por ratones, en lugares cuyos verdaderos dueños son los animales nocturnos, en paredes descascaradas… en esas cofradías de señoras olvidadas, golpeadas por una vida indiferente, en estancias como panteones, como si fueran la personificación de la tristeza de una vida de duro orden clerical o filial. Esos rostros de rasgos duros y agrietados, esos escotes amarillentos, esa pertinaz desdicha, todas esas cosas, son definitivamente su pasión temática. Ellos, los personajes que sueña, los que vienen de lugares olvidados, de rincones húmedos y sórdidos; ellos, los maltratados, condenados desde el inicio a la soledad o al absurdo, son, sin embargo, tratados con piedad, con empatía, con absoluto amor por su creador, reivindicados de alguna manera -a pesar de la ironía- por su mano. Empatía que sentimos también, porque sabemos que algo de ellos hay en nosotros: la desgracia nos mira en el espejo con frecuencia. Allí están, expuestos a la mirada voyeur que nos los muestra en su autenticidad íntima e indefensa. De allí nuestra simpatía por esos pobres desgraciados: somos nosotros también esos seres que parecen vivir en una especie de Santa María de Onetti, y un poco también en el inframundo de Lewis Carroll. No es casual que tanto la imagen de Onetti y la de Alicia -un poco de los nervios- estén en algunos de sus cuadros…
Pero su condición natural de humorista –quizás junto a su talento artístico su rasgo más notorio-, aparece, qué digo, invade, toma por asalto, sus obras, arrebatando de solemnidad la desdicha, so riesgo de ser tomadas éstas como pasatiempo humorístico solamente (admirable labor, dicho sea de paso). No puede ser serio Amengual en un sentido literal; nos consta que la ha sido, o ha intentado serlo, pero –según sus propias palabras- “era como ponerse corbata”, es decir, mordazas creativas. No hay nada qué hacerle… aceptemos su humor como se acepta al otro como es. Baste mirar alguno de sus cuadros y se advertirá que la risa que produce en nosotros nos distrae, no sólo de lo trágico que allí convive, sino también de la percepción de la maestría en la construcción general, de las aventuras formales que el artista ha estado manejando secretamente. Es decir que en sus obras ha de requerirse de una segunda mirada, pasar de la etapa de irreprimible risa a la de la contemplación serena. Hay que lidiar con el humor, domarlo, para ver lo otro: las secretas magias de los negros y los grises, las inspiradas líneas, las formas, las seguras inflexiones de sus trazos. El cuadro Los muertos es un claro ejemplo de ese entramado de emociones contradictorias. Acaso el uso del humor sea un rasgo de timidez, de pudor, una suerte de valla que el autor nos pusiera y que debe ser superada, como sucede con algunas personas tímidas, que por protección montan un personaje como máscara.
Cito algunas circunstancias personales del artista que parecen ser de gran importancia en su formación, no obstante su educación formal artística: la primera es la lectura a temprana edad de la obra de Andrew Loomis, y la segunda, la oportunidad de trabajo como ilustrador, la que le dio un impulso para su desarrollo ulterior en la materia. De la obra del gran ilustrador estadounidense -única herencia por vía paterna podría decirse, si se me permite la digresión biográfica- Amengual aprendió las bases de la proporción humana, las reglas esenciales del dibujo, la composición, así como las leyes del color (según él, todas, y en pocos párrafos); aprendizajes capitales que estimularon su pasión por el mundo de la ilustración, y en particular por el del dibujo de la figura humana, la exploración en las sutilezas de lo gestual, principalmente en el rostro. La otra circunstancia fue -muchos años después, y en vísperas del nacimiento de su hija Eugenia- el despido de su trabajo como cadete (¡qué gran detalle, Amengual, para la construcción del mito del artista vapuleado!), lo que por una parte lo sumió en un período de incertidumbre, pero que, por otra, le brindó el tiempo suficiente -bendito seguro de paro- para preparar una carpeta con sus trabajos de dibujante y salir por la ciudad a buscar trabajo como ilustrador. Una Montevideo post dictadura que vivía entonces el auge de las revistas y diarios, que ofrecía posibilidades de trabajo a los ilustradores, ya que la sátira política era tapa de muchas publicaciones, y las notas se apoyaban en las interpretaciones gráficas; a la usanza actual, pero en una escala mucho mayor. Entonces fue que comenzó a trabajar como ilustrador en el semanario Alternativa y en la revista Zeta. Desde entonces su trabajo giró en torno a las actividades gráficas (como docente, y desde luego como artista independiente).
La exposición “El dibujo al alcance de todos” es una declaración por un arte despojado y es también un homenaje a Andrew Loomis y a aquellos textos que, como los de éste, inspiraron a tantos niños de entonces como Alvaro Amengual. Textos que aspiraban a un dibujo al alcance de todos, es decir, a un arte sin la carga de pesadas teorías que muchas veces -ciertamente no en todas- no hacen otra cosa que generar una complejidad ociosa.
"El año del gallo" Pastel sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
El mundo de Álvaro Amengual, figurativo dentro de parámetros expresionistas, ha reiterado en forma obsesiva la presencia humana, aun en su ausencia. Parte importante de sus propuestas parece nacida del vacío intrínseco de la existencia, modalidad quasi trágica que alterna no menos frecuentemente con el humor y aun la ironía, a veces mordaz. Sus alteraciones del canon convencional han tendido a la estilización de las figuras, leves, elegantes, fragmentarias a veces por elipsis, tanto como a la opulencia de las proporciones, enfáticas en zonas no necesariamente previsibles, sino plásticamente pautadas como tamiz de sus contenidos narrativos.
Este artista poco dado a exhibiciones y a difusión pública de su imagen, presenta hoy una muestra de retratos en carbonilla, trece años después de su última individual. Estos íconos despliegan una magnitud que no se origina en sus dimensiones reales, sino que emana de los mismos personajes dominantes de la escena: en su carácter trágico o humorístico, los protagonistas adquieren un porte esencial, claro, elegante, extemporáneo y trascendente a la manera de las representaciones simbólicas clásicas. Dibujos de formato cuadrado resueltos estrictamente en negro, blanco y grises con escasas referencias de contexto, por lo que cada personaje concentra toda la atención sobre sí. Una galería que releva modelos del universo artístico, fotografía incluida; el resultado sólo conserva reminiscencias homeopáticas de los originales, transmutados en imágenes de su cuño personal. “El auténtico artista elabora, simplifica, sintetiza sus impresiones, que es parte de la imaginación; los que carecen de imaginación se limitan a copiar el diccionario” dice Delacroix.
De representación parcial, o circunscriptos a un rostro en un primero o primerísimo plano, varios de los retratados inquieren con insistencia al espectador. Las formas naturales se adelgazan, se achatan o se vuelven opulentas en función de mermas o excesos, énfasis u omisiones a veces sólo incipientes en el modelo o generadas en su mayoría como elementos plásticos por el artista, distanciándose del concepto convencional de caricatura por el empleo, si bien distorsionado de las proporciones, de imágenes estructuradas y no exageradas según pautas fisiológicas o éticas. Alarde de buen humor o de fantasía que se combinan perfectamente con las ironías de la naturaleza en un uso armónico de la deformación. “El arte bello muestra precisamente su excelencia en que describe como bellas cosas que en la naturaleza serían feas o desagradables” según Kant.
Los personajes se plantan con solidez escultórica, paradójicamente vivas en su anomalía: algo inquietante se desprende de ellas, tal vez justamente porque respiran, porque son viables en su atipicidad. Ocupando la casi totalidad del plano vertical como columnas monumentales, contundentes e individuales, estos sujetos aislados de contexto o de tiempo miran al observador con curiosidad, simpatía, distancia, conmiseración, autoridad o candor, en tanto sólo algunos de los escuetos fondos interactúan con los retratados en forma de elementos plásticos representativos de su obra, como un guiño de complicidad al espectador.
Tal vez como producto de la voluntad constructiva y de un decir expresionista, ora reduccionista, ora hipertrofiante ad libitum, las distorsiones de estos retratos no suelen mover a hilaridad. Como dibujos, destacan por sus calidades, ostentando alardes tanto en su resolución de trazo grueso - ferocidad y brutalidad de estilo a la manera de los violentos bocetos de Goya (madre de Rembrandt, madre de Sáez, la Goulue) - como en los de más primorosa y detallada realización (Petit Bijou, el niño de Blanes) en texturas mínimas: drapeados, cabellos, encajes, joyas, tapices, ornamentos. La iluminación es reinventada – a veces contra natura - en brillos, gradaciones, sombreados; gamas de grises desarrolladas entre el blanco y el negro neto, así como el uso de líneas más o menos cerradas para fijar sombras contrastantes con zonas de luz cruda.
La composición de los trazados se percibe como sólidas construcciones en que las diagonales se intersecan en el centro y estallan derramándose en sentidos contrarios en forma de decoraciones o elementos de profuso desarrollo. Líneas extremadas por su énfasis o moderadas hasta la sutileza se resuelven en forma de compenetración armónica de las partes, aun en ausencia de transiciones, en tanto lo geométrico y lo orgánico alternan con la contundencia impositiva de grandes planos oscuros.
La destreza común puede adquirirse mediante paciencia, pero la imaginación, en su esencia sustitutiva es la vía expresiva del espíritu agudo, que en el caso de Amengual emerge en el discreto humor sin sarcasmo de retratos que celebran el natural refinamiento de un dibujante excepcional. Más allá del placer que la contemplación de estas obras produce, se hace evidente el goce que el mismo artista ha experimentado en su realización: formas desbordantes de sí mismas y presencia testimonial de una obsesión por la armonía y la inarmonía de la figura humana convertida en sustancia intangible de su fantasía.
"Malicia" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50
"Autorretrato con la dama del armadillo" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"Adagio para la calle Veracierto" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"La infancia de Carlota" Pastel sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"La modelo de Lautrec" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"El sueño" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"La diva, retrato de Diana Saravia en el Moulin Rouge" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"No me toques" - Pastel sobre papel - 1,50 X 1,50
"Los muertos" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 2,50 mts.
“La hija de la medium” - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"La viuda" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"El hombre oruga y su esposa" - Pastel sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"La niña del erizo" - Pastel sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"El otro mundo de Cristina" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"El rapto de Europa" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 2,50 mts.
"Flip de Yucatán" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"La trampa" (díptico) - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 3,10 mts.
"La trampa" (panel derecho) - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"Retrato de Pilar Barradas" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
"Retrato de Paul Klee" - Carbonilla sobre papel - 1,50 X 1,50 mts.
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