Decir que José Pelayo es uno de los escultores más notables que tiene nuestro país es una insistencia innecesaria. A lo largo de los años colegas, críticos y curadores han reafirmado este hecho, y yo, obviamente suscribo a tal afirmación. Pero hay un rasgo que ha quedado oculto en su valoración y es la capacidad asombrosa que Pelayo tiene de mostrar y ocultar a la vez; intentaré explicarme.
Conocí a Pelayo en el “Instituto de Bellas Artes San Francisco de Asís" allá por el año 1979.
Curiosamente el encuentro fue en el taller de dibujo y pintura de dicha institución.
Por aquel entonces los intereses de Pelayo estaban enfocados en la pintura.
En el taller de dibujo y pintura recibíamos una enseñanza muy estricta y curiosamente abierta a la vez.
En los primeros meses de asistencia Pelayo se sometió al más estricto rigor, pero duró poco.
Pronto comenzó a aparecer por el taller con pinturas con diversos materiales: yeso, arena, arpillera, etc.
Un día se presentó con una pintura de dimensiones enormes para lo que nosotros como alumnos estábamos acostumbrados a realizar. Ésta estaba compuesta por los materiales antes mencionados, pero tenía una particularidad la pintura se estaba transformando en escultura.
Recuerdo unos planos muy enérgicos en los cuales predominaba el rojo, el negro, y el blanco y sobre ellos sobresalía un cilindro de metal en el cual se incrustaba violentamente una varilla de hierro.
Todos quedamos asombrados ante la energía y violencia que desprendía esa imagen, pero más asombrados quedamos aún ante el comentario que Pelayo hizo de su trabajo: “Sí quedó buena, lástima que mi madre se quedó sin tortera". ¡Nadie había reparado en que ese cilindro metálico era un recipiente para hornear tortas!
Pelayo tiene este curioso don, el de mostrar y ocultar a la vez.
La capacidad de ver en objetos o restos de ellos el potencial de una obra es algo extraño, pero la capacidad de camuflarlos borrando su vida pasada es algo que supera todo análisis lógico; y eso Pelayo lo tiene.
En lo personal siempre me he sentido decepcionado de obras que utilizan diversos materiales y objetos, en las cuales uno toma primero conciencia de los materiales u objetos, que en la contemplación global de la obra. Ahí el truco falló, he visto la trastienda del mago y luego he visto su función.
Pelayo es un gran mago o un gran mentiroso, que es decir un gran artista.
Sus trucos nunca son descubiertos, y cuando uno tiene la suerte de descubrirlos, sonríe con admiración.
Cuando esto sucede siempre pienso en la frase de Joan Prats respecto a Miró: “Yo encuentro una piedra y es una piedra, Miró encuentra una piedra y es un Miró".
Está capacidad de transmutación casi alquímica se materializa claramente en el mural que Pelayo realizó para el Hotel Estancia Vik en José Ignacio, una de las mejores obras, si no la mejor de dicho Hotel.
Las obras que se muestran a continuación, como todo el trabajo de Pelayo contienen este asombroso juego de mostrar y ocultar.
Las mismas fueron realizadas para una muestra en el Museo Blanes en el año 1996 cuyo nombre fue “Tío Pancho que estás en los cielos".
Por aquella época tuve el honor y el gustazo de que Pelayo me solicitara la redacción de uno de los textos que incluiría el catálogo de dicha muestra, el cual publico junto a las imágenes de dicha exposición.
Y bien el mago está en escena, disfrútenlo.
Salud Pelayo, por el tío Pancho.
Texto para el catálogo “Tío Pancho que estás en los cielos"
En el principio hubo una tierra unas millas más allá del fin del mundo, de la prudencia, o de la curiosidad de los navegantes.
Esta tierra, de abigarradas y húmedas selvas, de hielos eternos y fertilísimas llanuras, gobernada por tal vez más dioses que hombres, vivía y esperaba mirando al cielo, sin ver que miles de hombres con un solo Dios, la llamarían después América.
Del principio nos queda una fragancia, una geometría rota, un recuerdo equivocado; de lo segundo fechas, batallas, generales, héroes e independencias.
Entre este recuerdo cósmico, mítico y fechas puntuales, catedrales, o bronces ecuestres, se sitúa la angustia y la eterna duda acerca de nuestra identidad; condenados tal vez a ser huéspedes perpetuos.
José María Pelayo, pintor, escultor y americanista anterior a 1992, se ha situado desde siempre en el medio de esta duda, con la esperanza o la certeza de que el tiempo haya redimido nuestra involuntaria condición de intrusos.
Afortunadamente Pelayo no tiene un pensamiento claro mi líneal, su discurso es laberíntico, impreciso; su gestos, sus silencios, su persona misma, son más que elocuentes que sus palabras.
Ha navegado siempre brumosamente en un viaje interior y anterior, tal vez con la misma valentía o insensatez que sus antepasados navegantes, rescatando lo que estos desecharon: la sensibilidad de un mundo ajeno.
Su botín es de aromas, de formas, de colores, de recuerdos nunca vividos.
El resultado de esta travesía de más de diez años han sido esculturas, objetos, pinturas y dibujos tan herméticos y evocadores a la vez como el mundo que les dio su ser.
Pelayo ha sido de una certeza asombrosa en capturar esta ajenidad, desesperadamente familiar para nosotros. Su poesía es medular,nunca periférica, menos aún revivalista.
Este lapso de tiempo ha sido el tributo a un espacio y un tiempo míticos, los de la América anterior.
Pero Pelayo tiene también una memoria posterior, seguramente más familiar y ordenada, de cartas en tinta sepia, de misales, de hombres barbados y uniformes militares. Uno de estos personajes, hecho daguerrotipo, representa a un militar. Su aspecto no es marcial, ni siquiera solemne, sólo está ahí.
Pelayo sintió siempre una especial simpatía hacia ese hombre, tal vez porque desde su niñez su madre llamada a ese daguerrotipo “el tío Pancho" tal vez porque ese militar dejo su vida en la Guerra de la Triple Alianza, defendiendo al Paraguay, tal vez porque nunca volvió y sólo quedó una imagen.
Esta exposición es un tributo a América y al tío Pancho, un militar ocultado por la historia; como siempre escrita por los vencedores, que no repararon en un daguerrotipo que esperaba entre misales, cartas y estampas de santos a que un siglo después un hombre transformara su asombro de niño en esta obra.
Álvaro Amengual
Montevideo - 1996
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